lunes, 29 de agosto de 2011


(Fragmento)

- Lee el siguiente fragmento de la novela “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda.
El cielo era una inflada panza de burro col­gando amenazante a escasos palmos de las cabe­zas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquí­ticos que adornaban el frontis de la alcaldía.
Los pocos habitantes de El Idilio más un pu­ñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicun­do Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolo­res de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.
—¿Te duele? —preguntaba.
Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares.
Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo.
—¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobier­no tiene la culpa de que tengas los dientes podri­dos. El Gobierno es culpable de que te duela.
Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.
El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A to­dos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monser­gas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.
Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes.
Muy cerca, la breve tripulación del Sucre car­gaba racimos de banano verde y costales de café en grano.
A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían des­embarcado.
El Sucre zarparía en cuanto el dentista termi­nase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Do­rado.
El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuer­zo de dos hombres fornidos que componían la tri­pulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado.
El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el em­pleado de Correos, que raramente llevó correspon­dencia para algún habitante. De su maletín gasta­do sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.
Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisio­nes de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al den­tista lo recibían con alivio, sobre todo los sobre­vivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca lim­pia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.
Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente.
—Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta?
—Me aprieta. No puedo cerrar la boca.
—¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, prué­bate otra.
—Me viene suelta. Se me va a caer si estor­nudo.
—Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca.
Y le obedecían.

  Instrucciones

- Lee y responde las preguntas.

a) Del fragmento anterior, caracteriza los tipos humanos presentes, sus intereses y conductas.
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b) Transforma el texto anterior a relato fantástico. Para ello piensa en un elemento inexplicable (personaje, situación), que cause dudas e introdúcelo en el relato. Haz los cambios que estimes convenientes, pero mantén la idea principal del fragmento.
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